ENGENDRO
Andy
García
@andygarmont
Dicen
que el dinero no da la felicidad, pero, que ayuda a conseguirla, pues
en mi caso nada más lejos de la realidad. Gracias al dinero y a mi
posición, me siento el hombre más desdichado del mundo, maldito
dinero...
Mi
nombre es Javier Montes, soy neurocirujano de profesión y doctor
Honoris Causa por la universidad de Harvard en ingeniería genética.
No sé, por que escribo todo esto, quizá lo haga para expiar parte
de mi culpa, quizá para no perder la cordura, eso, si no la he
perdido ya. Si tengo que decir en mi favor que actué como padre más
que como científico, y con la única pretensión de recuperar a mi
querido hijo. En parte lo hice, pero el resultado final y sus
consecuencias fueron terribles, lo digo tanto como padre, como hombre
de ciencias.
No
quiero adelantar acontecimientos, así que comenzaré esta historia
desde el principio, y por favor, no me juzguen como científico, sino
como a un padre cualquiera que teme perder a su único hijo.
Todo
me iba bien en la vida, tenía una familia envidiable, una profesión
que me hacía sentirme útil a la sociedad, y un estatus económico
bastante cómodo, aunque, para ser sincero, y sin parecer
pretencioso, era lo que se dice un hombre rico, bastante rico. Hago
esta puntualización no para alardear de ello, sino, para que vean
ustedes que el dinero en ocasiones puede volverse en contra de uno.
Me
sentía feliz, ultimaba los preparativos para la inauguración de mi
nueva clínica privada especializada en cirugía cerebral e
ingeniería genética. Contaba con una plantilla de profesionales
altamente cualificados, y la última tecnología en
equipamiento médico. Ya contaba con cinco clínicas a lo largo
del país, y esta nueva, situada en un paraje natural de una
urbanización de lujo de Marbella la hacía especial. Se hallaba a
pocos metros de la clínica Buchinger, por lo que el lugar era ya
bien conocido por gente adinerada.
En la
actualidad, ya no trabajo en las clínicas, sólo me dedico a la
investigación en mi laboratorio privado ubicado en el sótano de mi
domicilio particular. Cada semana visito una de las clínicas, y me
aseguro en persona de que todo vaya bien. Una secretaria eficiente se
encarga de mantenerme informado de todas las incidencias que surjan
en cada una de ellas.
Ahora,
me hallo en Marbella supervisando los últimos retoques de acabado
para que todo se encuentre listo el día de la inauguración. He
alquilado un apartamento modesto cerca de la urbanización donde se
ubica la clínica, y pronto, mi esposa y mi hijo estarán aquí
conmigo. Me hallo ilusionado con la apertura de la nueva clínica,
pero más aún, con un nuevo descubrimiento que he dejado aplazado de
momento hasta que inaugure la clínica. De ser ciertas mis
suposiciones creo que habré dado un paso de gigante en el campo de
la genética. Pero antes de comunicarlo a la comunidad científica
tendré que perfeccionar la fórmula y comprobar que en verdad
funciona.
En mi
nuevo ensayo clínico sobre genética llevo casi dos años de
investigaciones, pero creo en firme que ha merecido la pena, más
aún, si se cumplen mis pronósticos. Por ahora, no he querido
compartir mis avances con ningún colega de la profesión, aunque
dentro de ella tengo buenos amigos que se alegrarían de mis logros,
pero no quiero dar un paso en falso, en la ciencia eso se paga caro a
distintos niveles. He traído conmigo sólo mi pc portátil, pero en
él, tengo guardado todos mis avances y los futuros pasos a seguir,
bien de un modo u otro.
Hace
tan sólo una década, ni yo mismo, hubiese imaginado hasta que punto
podría haber avanzado la genética. Para ser sincero, el
descubrimiento fue gracias al azar, cualquier biólogo sabe que las
mutaciones genéticas son fruto del azar, así, como las
recombinaciones genéticas. No todo tiene un porqué, o al menos, una
explicación científica, aun tratándose de un hecho tangible.
Me
hallaba en mi laboratorio realizando pruebas con genes de levadura,
los cuales son muy parecidos a los genes humanos. Después de varias
horas de experimentos y cuando creí que ya no conseguiría nada,
llegó la solución. Me asaltó una especie de éxtasis, comprobé
una y mil veces a través del microscopio que aquello era cierto. Sí,
estaba en el camino correcto, había logrado crear un cromosoma
sintético, y parecía ser estable dentro de la célula eucariota
junto a los cromosomas naturales.
Al día
siguiente, y con los nervios a flor de piel, corrí hasta el
microscopio y volví a ojear la célula para comprobar su estado. Una
inmensa alegría me embargó de pies a cabeza, el cromosoma
artificial se había reproducido de igual forma que los naturales,
sin alterar el estado de la célula. Emocionado tomé mi cuaderno de
notas y comencé a tomar apuntes de los pasos que había seguido
hasta llegar al gran descubrimiento.
Un
sinfín de ideas invadía mis pensamientos, visualizando las posibles
utilidades de mi hallazgo, pero sin lograr concretar ninguna de
ellas.
<<Día
09/01/2016 Me hallo en mi laboratorio privado, y he logrado crear un
cromosoma sintético en una célula eucariota. Después de
veinticuatro horas, el cromosoma sintético ha logrado reproducirse y
vivir con normalidad junto a los cromosomas naturales sin producir
alteraciones en el núcleo de la célula. Todavía es pronto para
asegurar si el cromosoma sintético será viable, pero de ser así,
se habrá dado un gran salto en el campo de la ingeniería genética.
Paso a
detallar mi experimento:
En
primer lugar, de los 16 cromosomas que componen el núcleo de la
célula he escogido la secuencia del más pequeño, el cromosoma nº3.
En
segundo lugar, he introducido algunos cambios en la secuencia antes
de empezar a sintetizarla desde cero.
Fdo.
Doctor Javier Montes con nº de colegiado 19695
Muy
a mi pesar, tengo que aplazar mis experimentos, los preparativos de
la inauguración me tienen desbordado. Mi mujer se ha empeñado en
venir con mi hijo esta tarde, a pesar del mal tiempo que hace, y en
contra de mis indicaciones. Le he dicho por teléfono hace un par de
horas que una gran tormenta descargaba sobre la zona. La muy cabezota
como de costumbre ha hecho lo que ha querido. Tengo ganas de ver a
los dos, pero me preocupa el estado de la carretera con este tiempo.
Me ha prometido que parará varias veces antes de llegar, y que
vendrá despacio. Ello me da tranquilidad, además de saber que es
una conductora ejemplar y con buena mano al volante. Pensando en todo
ello me ha vencido el sueño y me he echado en el sofá para
esperarles. El teléfono me sobresaltó en el duermevela.
Medio
dormido cogí el aparato y contesté, al escuchar al otro lado de la
línea a la policía una terrible angustia me invadió de repente.
Con una voz imperturbable y una vez, comprobó mi identidad, me dijo
que mi mujer y mi hijo habían sufrido un grave accidente. Me
tambaleé al oírlo,y me agarré al aparador. Antes de que pudiese
decir una palabra, el policía me indicó el hospital en donde habían
sido ingresados. Corrí enloquecido sin tan siquiera colgar el
teléfono, y calzándome unos zapatos me dirigí hacia el garaje. Por
suerte, aún me hallaba vestido, arranqué mi Porshe y salí para el
hospital lo más rápido posible. Llovía de forma torrencial y una
gran tormenta descargaba grandes rayos y truenos que daban a la
ciudad vacía un aspecto fantasmal. Los semáforos no funcionaban,
pero sabía que así, debía tener mucha más precaución.
Tomé
la autopista en cuanto pude y a gran velocidad y sin respetar los
límites establecidos me dirigí hacia el hospital.
El
accidente se había producido a la entrada de Málaga, y los habían
trasladado al hospital Carlos de Haya, en Málaga capital. Llegué en
poco menos de treinta minutos a la capital, y en urgencias me
facilitó las cosas presentarme como médico. Me informaron con
prontitud del estado de ambos, y me acompañaron a la UCI para poder
ver a mi esposa. Sólo la pude ver a través de un cristal, se
hallaba inconsciente y había sufrido un traumatismo craneoencefálico
severo, siendo su pronóstico grave. Dos grandes lágrimas me
surcaron el rostro. Un gran sentimiento de impotencia se adueñó de
mí. Me quedé no sé cuanto tiempo observándola tras el frío
cristal. Salí de mis pensamientos al avisarme un colega de que ya
podía ver a mi hijo. Por un instante, me quedé bloqueado, quería
ir a verle con todas mis ganas, pero el cuerpo no me respondía.
Inspiré profundamente e hice acopio de valor para seguir al doctor.
De camino a la UVI me dijo el pronóstico de mi hijo. Él, salió
peor parado, se hallaba en coma y su estado era crítico. Las
palabras de mi colega me retumbaban en los oídos. Llegamos a la sala
y pasé solo al interior. Allí, tumbado en una cama se hallaba mi
hijo conectado a varias máquinas. Dos grandes lágrimas cayeron de
mis ojos mientras le observaba consternado. Me acerqué a él, y cogí
sus manos. Me desplomé sobre su cuerpo inanimado, y cayendo de
rodillas al suelo apoyé mi cabeza sobre su regazo. Me sentí
impotente, yo, un eminente neurocirujano asistía a presenciar el
estado de coma en el que se hallaba sumido mi propio hijo.
Una
inmensa pena invadió todo mi ser. Me repetí a mí mismo, una y mil
veces, que mi mujer tenía que haber seguido mis consejos, y no
conducir hasta pasada la
tormenta. Pero, ya daba igual, era demasiado tarde, el daño estaba hecho. Después de permanecer un tiempo observando a mi hijo salí de la sala compungido. Mi colega trató de darme ánimos, pero los dos sabíamos lo que significaba el estado en que se hallaba mi hijo. Me senté en la sala de espera y pensando en lo ocurrido me venció el sueño y me quedé dormido a pesar de mi preocupación.
tormenta. Pero, ya daba igual, era demasiado tarde, el daño estaba hecho. Después de permanecer un tiempo observando a mi hijo salí de la sala compungido. Mi colega trató de darme ánimos, pero los dos sabíamos lo que significaba el estado en que se hallaba mi hijo. Me senté en la sala de espera y pensando en lo ocurrido me venció el sueño y me quedé dormido a pesar de mi preocupación.
Una
mano en el hombro me despertó con un sobresalto. Era una enfermera
para avisarme de que mi esposa se hallaba consciente, y fuera de
peligro. Me incorporé de inmediato y acompañé a la enfermera hasta
la habitación a donde la habían trasladado. Entré y ella al verme
me preguntó por nuestro hijo. No supe qué contestar, intenté por
todos los medios no mostrar signos de preocupación, pero los nervios
me jugaron una mala pasada. Dos lágrimas brotaron de mis ojos, y no
fue necesario responder a su pregunta. Ella, miró hacia otro lado y
comenzó a sollozar, se sintió culpable hasta lo más profundo de su
ser, aunque no dijo una palabra, yo sabía bien lo que rondaba en su
mente. Cogí sus manos y las apreté besándolas, ella, volvió su
mirada hacia mí, y en tono de súplica me pidió que le dijese la
verdad sobre el estado de nuestro hijo. Quise mentirle dado su
estado, pero no pude hacerlo. Le dije la verdad, que se hallaba en
estado de coma, y que su pronóstico era reservado. Al oírme,
comenzó a llorar y a lamentarse en voz alta. Una enfermera acudió
rápido para ver qué sucedía.
—Todo
está bien, es por nuestro hijo, se halla en la UCI —respondí con
gravedad.
—Lo
siento, ya sé quien es su hijo, le he visitado en dos ocasiones
—dijo la enfermera.
Al oír
aquello, ambos preguntamos por nuestro hijo. Ella, nos informó que
su estado había empeorado y que se debatía entre la vida y la
muerte. Los dos nos sobrecogimos al escuchar aquello, y las lágrimas
brotaron de nuestros ojos a raudales.
Quise
ir a verlo amparado en mi condición de médico, pero esta vez, la
enfermera no me lo permitió. Aguardé junto a mi esposa a la espera
de noticias, esos minutos parecieron siglos de espera. Al fin, entró
en la habitación la enfermera y me pidió que le acompañase.
Un
colega esperaba al final del pasillo, al llegar hasta él, sólo hizo
falta mirarle a los ojos para saber lo que iba a decirme. No llegó a
hacerlo, nos entendimos por algún extraño código interno entre
colegas de profesión. Me tuve que apoyar en la pared, y rompí a
llorar por la pérdida de mi hijo. Mi colega apoyó su mano en mi
hombro y dijo que lo sentía. Le pedí que me dejase verlo, y me
acompañó hasta la habitación. Entré, y allí, se encontraba el
cuerpo de mi hijo cubierto ya con una sábana. Por mi profesión,
había visto toda clase de cadáveres, pero ahora, el que tenía ante
mí, era el de mi propio hijo.
Aguardé
unos segundos antes de descubrirlo, y con las manos temblorosas
retiré la sábana. Al verle, comencé a llorar de nuevo, y me abracé
a su cuerpo ya inerte. Le susurré al oído en mi desesperación que
no le dejaría marchar, se lo prometí.
De
nuevo, la mano de mi colega me avisó de que tenía que abandonar la
habitación, y me preguntó si quería ser yo quien diera la noticia
del fallecimiento a mi esposa, o por el contrario, si se encargaba él
de hacerlo.
Decidí
hacerlo yo, aunque todavía bloqueado no sabía como lo haría.
Aguardé
un instante ante la puerta de la habitación, sopesé los pros y los
contras, pero, resolví con todas las consecuencias dar la fatídica
noticia a mi mujer, a pesar de su estado. Me armé de valor y
traspasé el umbral, al verme, mi mujer se incorporó como pudo, y me
miró fijamente esperando una respuesta. Sólo pude negar con la
cabeza, no me salió palabra alguna. Tampoco hizo falta, me acerqué
a ella y nos fundimos en un conmovedor abrazo, mientras llorábamos a
nuestro hijo.
Tuve
que tranquilizarla con la ayuda de la enfermera, quien le suministró
unos sedantes y al poco rato se quedó dormida. Me sentía el hombre
más desdichado sobre la faz de la tierra a pesar de mis riquezas.
Fui en busca de mi colega, pero ya no se hallaba en la habitación,
ni tampoco, el cuerpo de mi hijo. La enfermera me informó que el
doctor había enviado el cuerpo al depósito de cadáveres para
realizarle la autopsia. Me presenté en el depósito y le pedí al
forense hacerme cargo del cuerpo de mi hijo. Me contestó que en
cuanto estuviese lista la autorización del juzgado podría disponer
de él. Le rogué que agilizara los trámites y me respondió que así
lo haría. Vi de nuevo el cadáver de mi hijo antes de que pudiese
hacerme cargo de él. Me despedí del forense rogándole que me
avisara en cuanto tuviese la autorización del juez. Regresé a la
habitación de mi esposa y se hallaba dormida bajo los efectos de los
sedantes. Me quedé un buen rato mirándola, y sentí una enorme
tristeza.
Mis
pensamientos no me dejaban serenarme, me marché al depósito de
nuevo, el tiempo corría en mi contra, y si quería intentar
recuperar a mi hijo, debía actuar con prontitud. No sabía cómo iba
a sacar el cuerpo de mi hijo de la morgue. Gracias a las casualidades
que a veces te ofrece el destino, mi propósito llegó a buen puerto.
Cuando traspasé el umbral del tanatorio me encontré de cara al
forense de guardia. Ambos nos quedamos sorprendidos, para después
fundirnos en un fuerte abrazo. Era mi amigo Francisco, estudiamos
juntos en la facultad, y entre clases y juergas forjamos una gran
amistad. Después, cada uno tomó su camino, seguimos en contacto,
pero, ya hacía algunos años que no sabíamos el uno del otro.
—¡Qué
alegría verte amigo! ¿Qué te trae por aquí?
—El
muchacho que ha llegado hace poco era mi hijo —dije con la voz
entrecortada.
—Lo
siento mucho amigo mío, no lo he reconocido, la última vez que lo
tuve en el regazo contaba con tan sólo 8 años de edad —dijo mi
amigo compungido.
—Lo
recuerdo, fue el día de su cumpleaños, y el regalo que más le
gustó fue el tuyo —dije con lágrimas en los ojos.
—Ven,
tomemos un café en mi despacho y hablemos, la noche está tranquila
—dijo Francisco.
—Me
gustaría, pero, no tengo tiempo —contesté con sequedad.
—Quisiera
pedirte un gran favor —dije sin más.
—¡Claro,
pídeme lo que quieras! —respondió mi amigo.
—Necesito
llevarme el cuerpo de mi hijo ya, no puedo esperar el acta del juez
para poder hacerme cargo de él —dije de forma impasible.
Mi
amigo me miró extrañado y con preocupación.
—Sabes
que eso es imposible, ¿qué te propones? —preguntó angustiado.
—No
puedo decírtelo, pero, confía en mí —contesté de forma
suplicante.
—No
quiero saberlo, vamos, llévatelo, yo me encargaré de todo —dijo
mi amigo desconcertado.
Me
abracé a él, y le di las gracias. Me acompañó hasta la cámara
frigorífica y después de reconocer el cadáver de mi hijo lo volvió
a cubrir. Me hizo firmar los actas y me acompañó con la camilla
hasta la puerta. Introduje el cuerpo de mi hijo en el maletero bajo
la atenta mirada de mi amigo que no salía de su asombro. Después,
nos despedimos con un fuerte abrazo, y me dijo que quería saber de
mí, le dije que pronto tendría noticias mías.
Ahora,
tenía que decidir a dónde llevar el cuerpo para llevar a cabo mis
planes. El problema era que sólo en mi nueva clínica poseía los
medios necesarios para realizar el experimento. No lo pensé, puse
rumbo a mi nueva clínica, que mejor lugar para llevar a cabo mi
plan. Tomé la autopista y a toda velocidad me dirigí hacia
Marbella.
Confié
en que mi esposa durmiera toda la noche a causa de los sedantes,
aunque al llegar, llamaría al hospital para ver cómo se hallaba y
avisar donde me encontraba.
Dada
mi velocidad excesiva lo pagué caro, una patrulla de la Guardia
Civil me dio el alto. En un primer momento, pensé que todo estaba
perdido, y no parar, pero, al final detuve mi vehículo.
Los
nervios no me traicionaron, permanecí sereno.
Me
dijeron que había sobrepasado el límite de velocidad en cuarenta
kilómetros, y que si pagaba la multa en el acto ésta se reducía a
la mitad. Por suerte, llevaba dinero en efectivo, cosa que no suelo
hacer, pero me vino bien en esa ocasión.
Les
dije que mi prisa se debía a una urgencia médica, y les mostré mi
documentación de facultativo, me creyeron y sin más preguntas me
dejaron seguir. Llegué a la clínica antes de lo previsto. Al no
haberse abierto aún al público se hallaba sin personal, sólo se
hallaba en su puesto el vigilante de seguridad, al que saludé con
normalidad y le dije que pasaría un buen rato en la clínica
rematando algunos detalles. No le extrañó mi explicación a pesar
de la hora que era, y siguió su ronda.
Introduje
el vehículo en el garaje y trasladé el cuerpo de mi hijo a la sala
de quirófano. Saqué a mi hijo de la bolsa y lo coloqué sobre la
mesa de operaciones. Lo conecté con rapidez al respirador
artificial, y traté de reanimarlo aplicando descargas con el
desfibrilador. El monitor no indicaba pulsación alguna, pero seguí
probando. Le suministré una inyeccíon de adrenalina, y para mi
asombro el monitor marcó unas leves pulsaciones. Emocionado y
angustiado a la vez, comencé a llevar a cabo mi experimento.
Gracias
a la generosidad de una buena y satisfecha clienta tenía en mi poder
células madre obtenidas de embriones humanos, listas para ser
utilizadas.
Hasta
la fecha, sólo se habían utilizado para reparar ciertos tejidos y
órganos en animales, y en casos contados en humanos. Mi
intención era reparar todos los órganos de mi hijo que habían sido
dañados tras el accidente, e intentar reanimarlo para que volviese a
la vida.
En
primer lugar, obtuve células de la médula ósea de mi hijo, y sin
pérdida de tiempo las modifiqué genéticamente inyectándole
células madre que se hallaban aún en su fase de blastocitos. Dejé
en ellas sólo el núcleo de las células de mi hijo para que no
sufriera rechazo alguno, y deseché el núcleo de las células madre.
Me
hallaba nervioso, y sudaba abundantemente, en mis pensamientos
aparecían imágenes simultáneas de la infancia de mi hijo, no podía
pensar con claridad. Respiré hondo y traté de tranquilizarme. No
dejaba de mirar el monitor, que emitía señales y pitidos
entrecortados. Acto seguido fui inyectando las células madre
modificadas en cada uno de sus órganos. Comencé a inyectarle las
células madre modificadas en el tronco encefálico, después seguí
con el corazón y los pulmones, todo ello con una rapidez endiablada.
Esperé un instante para ver la reacción, pero, para mi desdicha
todo seguía igual.
Angustiado
repasé mentalmente mis pasos, pero, no me había dejado nada atrás.
De repente el monitor comenzó a emitir pitidos y a marcar
pulsaciones de forma más regular. Me acerqué a mi hijo con lágrimas
en los ojos, y me abracé a él, le gritaba con desesperación que
volviese junto a mí. Me asusté, unas leves convulsiones recorrieron
el cuerpo de mi hijo, y al notarlas dejé de abrazarle y me aparté
de él. Miré el monitor y las pulsaciones seguían subiendo y lo
hacían ahora de forma regular.
Las
convulsiones desaparecieron y me quedé observándolo un tiempo que
no sé cuanto duró, pero se me antojó una eternidad. De pronto, sus
ojos se abrieron y lleno de alegría me volví a abrazar a él.
—¡Has
vuelto, has vuelto! —grité emocionado.
Le
sujeté por la cara y comprobé sus pupilas, se hallaban dilatadas,
pero, era algo normal, me miró pero no dijo nada, parecía aturdido.
—Hijo
mío, ¿puedes verme u oírme? —pregunté con desconcierto.
Él, no
respondía, sólo se limitaba a mirarme fijamente. Le di varias
palmadas en el rostro y reaccionó a ellas.
—¿Dónde
estoy? —balbuceó.
Yo al
escucharle, rompí a llorar y me abracé de nuevo a él con todas mis
fuerzas.
—Estás
aquí, conmigo en la nueva clínica —respondí como pude.
—¿Qué
ha pasado? —preguntó mi hijo aturdido.
—No te
preocupes por nada hijo, lo importante es que estás bien —respondí.
Le dije
que permaneciera tranquilo, y que tenía que seguir un tiempo tumbado
y conectado a las máquinas, y que no se preocupara que yo estaría a
su lado. Ahora, sólo pensaba cómo padre, la alegría de ver con
vida de nuevo a mi hijo, eclipsaba el logro llevado a cabo cómo
científico. Ni siquiera, había reparado en ello. Desconecté las
máquinas a las que se hallaba conectado mi hijo. Sus constantes
vitales siguieron estables, ello me tranquilizó y me alegró a
partes iguales. Le pregunté si tenía sed o ganas de comer algo, me
hallaba nervioso, y no sabía cómo actuar. Él, me dijo que sólo
tenía sed, y fui enseguida a buscarle un vaso de agua. Mientras le
llevaba el agua pensaba en qué le diría si me preguntaba de nuevo,
lo que había sucedido. Me adelanté, preguntándole si recordaba
algo de lo ocurrido, me dijo que no recordaba nada, cosa que por un
lado me alivió. Ahora, debía improvisar algo, aunque tuviese que
mentirle, al menos, no sería tan traumático para él, como la
verdad. Le incorporé y bebió el
vaso de agua de un trago, después, me miró esperando una respuesta.
—Viniendo
hacia aquí tu madre y tú tuvisteis un accidente de tráfico —le
expliqué.
Él, me
miró sorprendido sin decir nada, y yo, proseguí improvisando.
—Ella, se
encuentra bien, pero, aún se encuentra hospitalizada, tú, saliste
mejor parado —dije
mintiendo.
—Quiero
verla —dijo mi hijo.
—Mañana
iremos a verla, ahora necesitas descansar —contesté.
—No tengo
sueño papá —me dijo.
—¿Vemos
una película? —le pregunté para complacerle.
Le
acompañé a mi suite personal situada en la planta superior de la
clínica, la cual disponía de todas las comodidades. Puse una
película cómica y abrazado a mi hijo comenzamos a verla. Durante la
película, empezó a rondarme en la cabeza cómo le diría a mi mujer
que nuestro hijo estaba vivo, así, como a los médicos que firmaron
su defunción. A ratos, las carcajadas de mi hijo me sacaba de mi
abstracción, y me sentía feliz de verle con vida. Le dije que me
disculpase, ya que quería llamar al hospital por si había
novedades, aunque fuese de madrugada. Telefoneé y después de un
rato a la espera, me contestaron. Pregunté por mi esposa, y me
pasaron con el médico de guardia. Me dijo que aún se hallaba
dormida a causa de los sedantes, y que no había de qué preocuparse.
—Si
despierta, haga el favor de decirle que me hallo en mi clínica, y
que pronto estaré a su lado —le dije al médico.
—Así
haré —contestó él.
—Muchas
gracias —dije colgando el teléfono.
Cuando
volví a la suite mi hijo no estaba en ella. Me sobresalté creyendo
que le había ocurrido algo. Lo busqué por toda la clínica con
desesperación, pero, no lo hallé. Salí en busca del vigilante por
si había visto u oído algo. Me contestó que todo se hallaba en
calma, y que no había visto a nadie merodear por el recinto.
La
angustia se apoderó de mí, volví de nuevo al interior, pero nada,
mi hijo no aparecía. Todo aquello, parecía una de las peores
pesadillas. No podía denunciar su desaparición, legalmente había
fallecido. Me hallaba tremendamente angustiado y sin saber qué
hacer. Respiré hondo para tratar de tranquilizarme, y comencé a
buscarlo de nuevo. No sirvió de nada, mi hijo había desaparecido
sin más. Salí vestido con ropa deportiva fingiendo ante el
vigilante que iba a hacer potingue. Aligeré el paso y fui buscando a
mi hijo por las calles desiertas de la urbanización. Pasó ante mí
un coche de seguridad que hacía su ronda, y le hice señas para que
parase.
—Buenas
noches, ¿qué ocurre caballero? —preguntó amablemente el
vigilante.
—Soy
el propietario de la nueva clínica, he discutido con mi hijo y se ha
marchado, ¿lo ha visto usted por casualidad? —dije mintiendo como
mejor pude.
—Estos
jóvenes; no, no he visto a nadie por la urbanización, suba si
quiere y le buscamos juntos —se ofreció el vigilante.
Subí
al vehículo y dimos varias vueltas al recinto, pero no dimos con el
rastro de mi hijo. La angustia se apoderaba de mí por momentos, mi
respiración se volvió agitada y el vigilante al oírme me miró con
preocupación.
—¿Se
encuentra bien amigo? —preguntó alarmado.
—Sí,
es sólo el nerviosismo, ya deberíamos haberle visto —dije
angustiado.
Le dije
al vigilante que me llevara a la clínica por si mi hijo había
vuelto. Entré y lo busqué de nuevo, para mi sorpresa lo hallé
debajo de la cama de la suite llorando y asustado, temblaba y se
sobresaltó cuando le puse la mano en el hombro.
—¿Hijo,
qué te ocurre? —pregunté
con preocupación.
Le ayudé
a salir de debajo de la cama, y al ver su rostro comprendí que se
hallaba en un estado de pánico. Me asomé a la ventana y le hice
señas al vigilante con un OK para indicarle que ya mi hijo había
aparecido, el me devolvió el gesto y se marchó. Llevé un vaso de
agua a mi hijo, y se la bebió de forma compulsiva. Parecía algo más
calmado, y le pregunté de nuevo qué había sucedido.
—Esa voz
no me dejaba en paz —dijo
con la voz entrecortada.
—¿A qué
voz te refieres hijo? —pregunté
desconcertado.
—La de
ese hombre, me llama sin cesar y me pide que haga cosas extrañas
—contestó mi hijo
dejándome perplejo.
—No le
entiendo bien, pero, sé que no quiere nada bueno —respondió
mi hijo.
—¿Te
había sucedido eso con anterioridad? —pregunté abrumado.
—No,
nunca —contestó con rotundidad.
No
sabía que pensar, me hallaba desconcertado, ¿habría sido a causa
del experimento? No, las células empleadas eran células madre
embrionarias, teóricamente sanas. Imposible, tenía que averiguar
por otro cauce a qué se debía lo que le estaba sucediendo a mi
hijo. Pero, por dónde comenzaba, no podía pensar con claridad.
—Duerme
un poco, yo estaré aquí a tu lado, no tienes nada que temer —le
dije mientras me sentaba junto a él, en la cama.
Se
quedó dormido sin dificultad, y yo, no dejaba de pensar en sus
palabras, además, tenía que solventar la manera de decirle a mi
mujer que nuestro hijo se hallaba con vida. Me dolía la cabeza cada
vez más, y me sentía incompetente ante aquella situación
surrealista. Pero, no me podía quedar de brazos cruzados, tenía que
pensar en algo convincente, y debía hacerlo rápido. Quedaba poco
para el amanecer, y en cuanto despertase mi hijo debíamos partir
hacia el hospital. Pensé en decirle a mi mujer que había sido una
equivocación médica, que había entrado en urgencias a la misma
hora, otro joven de la misma edad y de parecida fisonomía a la de
nuestro hijo. No era una idea nada original, pero, al menos, podía
ser creíble. Así, lo decidí. Ahora, me rondaba la visión que
había tenido mi hijo. ¿Quien sería ese personaje lúgubre que se
le aparecía, y le llamaba incitándole a hacer cosas perversas
según él?
Cómo
neurocirujano comprendía muchos aspectos del cerebro, pero en este
asunto en concreto, había algo que no lograba a entender. ¿Existía
en verdad ese personaje, o era sólo una ilusión de mi hijo
postraumática a causa de recuerdos al sufrir el accidente?
Fuese
lo que fuese, tenía que averiguarlo cuanto antes, no quería ver
sufrir a mi hijo en su “nueva vida”
Permanecí
a su lado, y parecía descansar tranquilo. Comprendí que el
experimento había sido un éxito, pero no pude alegrarme dada las
circunstancias. Decidí hacerle unas pruebas cerebrales cuando
pasaran unos días, para comprobar si el cerebro había sufrido
alguna lesión. Aguardaba a que despertarse mi hijo, pero el sueño
me venció y me recosté a su lado y sin darme cuenta me quedé
dormido. Al despertar observé con estupor como mi hijo no se hallaba
en la cama. Me incorporé de un salto y angustiado por la idea de que
mi hijo hubiese desaparecido de nuevo. Corrí a buscarlo pero, para
mi tranquilidad, lo hallé orinando en el cuarto de baño.
—¿Qué
te ocurre papá, estás pálido? —preguntó mi hijo.
—Nada,
estoy bien —respondí mintiendo
—Aséate, que vamos a ver a tu madre —.
Le dejé
a solas para que terminase de arreglarse. Ahora, pensaba en la
reacción de mi mujer al saber que nuestro hijo estaba vivo. Salió y
tenía buen aspecto, me alegré de ello, y entré yo para acicalarme.
Paramos
a desayunar en una cafetería a pie de carretera. Al terminar el
desayuno mi hijo se sintió indispuesto, y pidió permiso para ir al
aseo. Tardaba demasiado, y fui en su busca.
Me lo
encontré de regreso y parecía nervioso.
—¿Qué
sucede hijo? —Pregunté con
preocupación.
—Nada,
no me encuentro bien, me duele el estómago —.
No
le di importancia, y proseguimos nuestra marcha hacia el hospital.
Durante el trayecto no habló mucho, pero tampoco quise agobiarlo,
debería sentirse aturdido con todo lo ocurrido.
Una
vez en el hospital, acordamos que yo entraría primero a ver a su
madre, y acto seguido pasaría él. Ahora, me sentía más nervioso
aún, al no saber cómo reaccionaría mi esposa ante la inesperada
noticia. La enfermera me dijo que se hallaba despierta, y que había
pasado una buena noche. Me armé de valor y entré en la habitación.
Presentaba buen aspecto y se hallaba reclinada leyendo el periódico.
—Hola
amor, ¿cómo te encuentras? —.
—Bien,
¿y tú que tal? —me preguntó desganada.
—Nunca
me he sentido mejor —respondí para su sorpresa.
Me
miró sorprendida y sin comprender mi respuesta.
—¿Cómo
dices? —preguntó extrañada.
—¡Nuestro
hijo está vivo! —respondí lo más convincente que pude.
Me
acerqué a ella y la abracé, lloraba de alegría de forma
escandalosa pronunciando el nombre de nuestro hijo. La enfermera al
escuchar el llanto y las voces entró en la habitación alarmada.
—¿Qué
sucede? —preguntó desconcertada.
—¡Está
vivo, está vivo! ¡Mi hijo está vivo! —respondió mi mujer a la
enfermera.
La
enfermera que había visto el cadáver de mi hijo un día antes, me
miró descolocada. Yo la miré y asentí con la cabeza.
—¿Qué
ha sucedido? —preguntó mi mujer alterada.
Le
pedí a la enfermera que nos dejara a solas, no quería que metiese
la pata. Respiré hondo y empecé a hablar.
—Fue
un error mi amor, a la misma hora y con los mismos síntomas, entró
un muchacho muy parecido a nuestro hijo. Quien también había
sufrido un accidente de tráfico, y fue él, quien falleció, de ahí,
la confusión médica —dije hablando atropelladamente.
—¿Dónde
está? ¡Quiero verle! —dijo angustiada.
—Está
fuera, voy a decirle que entre, no digas nada de lo sucedido, no creo
que necesite saberlo —dije como si tal cosa.
—No te
preocupes, no le diré nada, lo único que importa es que está vivo
—dijo mi mujer.
Me
sentí aliviado al escucharla, y salí en busca de mi hijo, contento
del resultado de la conversación.
Avisé a mi hijo y entramos en la habitación. Los dos se abrazaron con efusividad y se me saltaron las lágrimas al ver la emotiva escena.
Avisé a mi hijo y entramos en la habitación. Los dos se abrazaron con efusividad y se me saltaron las lágrimas al ver la emotiva escena.
Permanecieron
abrazados un buen rato y yo, me uní a ellos. Al rato, entró la
enfermera para avisarnos de que ya le iban a dar el alta a mi esposa.
Yo me dirigí a formalizar el papeleo, y mi hijo, aguardó en la sala
de espera, ya que el médico tenía que hacer una última visita
rutinaria antes de dar el alta.
Al
llegar junto a él, le noté tembloroso y sudaba en abundancia.
—¿Qué
te ocurre hijo?
—No me
encuentro bien —.
—Te
traeré agua —le dije.
—No
tengo sed, es este lugar, quiero marcharme ya de aquí —dijo mi
hijo con nerviosismo.
Por
fortuna, el médico nos avisó de que ya había dado el alta a mi
esposa. Fuimos en su busca y abandonamos el hospital. Ya en el
automóvil mi hijo se sintió más calmado. Decidimos ir a la
clínica, en ella, estaríamos tranquilos hasta su apertura. Durante
el camino, mi mujer y mi hijo hablaron de forma animada, cosa que me
alegró sobremanera. Pero, había algo diferente en la mirada de mi
hijo, no lograba adivinar qué era, pero no me transmitía
tranquilidad. Una vez, en la clínica, preparé un suculento desayuno
para los tres, y durante el mismo hojeé la prensa, mientras mi mujer
hablaba con mi hijo. Me llamó la atención varios sucesos, en
principio, sin conexión uno con otro. Después, advertí, que en
ambos lugares habíamos estado presentes mi hijo y yo. Un siniestro
pensamiento se me vino a la mente.
Uno de
los lugares, era la cafetería en donde paramos para desayunar, y el
otro el hospital de donde veníamos. En los dos lugares habían
asesinado a dos muchachas. Me aterrorizó pensar que mi hijo hubiese
tenido algo que ver con aquellos crímenes. El asesino había usado
un instrumento muy afilado y de mucha precisión, algo perecido a un
bisturí. Al leer esto último, me dirigí a los quirófanos para
comprobar que no faltaba instrumentación alguna. Revisé uno por
uno, temiendo ver que faltase en algunos de ellos un bisturí. Para
mi alivio, todos los quirófanos se hallaban en orden y no faltaba
nada. De todas formas, algo me inquietaba con el asunto de los
asesinatos. Decidí no perder de vista a mi hijo y seguir de cerca
sus pasos.
Hice
algunas llamadas, e incorporé de inmediato personal de servicio y de
limpieza, acordamos permanecer alojados en la clínica hasta su
apertura. Después del desayuno, decidimos pasear por la playa, que
se encontraba a pocos metros de la clínica. Paseamos por la orilla,
mi mujer me cogía de la mano, y yo, agarraba a mi hijo echándole mi
brazo sobre el hombro. Mi hijo iba callado, y mi mujer y yo, nos
mirábamos y asentíamos contentos por tenerle allí, junto a
nosotros.
Ahora,
lo más urgente era realizarle a mi hijo las pruebas pertinentes,
para saber si su cerebro había sufrido algún daño durante el lapso
de tiempo que medió entre su muerte clínica y su "reanimación".
La
llevé a cabo con toda normalidad, alegando que eran unas pruebas
rutinarias. Tanto mi esposa, como mi hijo, lo aceptaron con total
normalidad.
La
prueba que le realicé fue una tomografía por emisión de
positrones (PET en sus siglas en inglés) la cual permite leer
la actividad del cerebro ante determinados estímulos.
En los
niños con rasgos psicópatas pueden mostrar respuestas anormales
dentro de la corteza prefrontal ventromedial (área de Brodmann 10)
Me
sentí angustiado mientras realicé la prueba. Al ver los resultados
a través del ordenador los peores de mis pronósticos se cumplieron.
Fue un mazazo, la prueba mostraba sin lugar a dudas que mi hijo se
había convertido en un psicópata en potencia, me maldije una y mil
veces, mientras rompí a llorar como un niño culpable de haber
realizado una acción dañina irreparable.
—¿Qué
es lo que he hecho? —me pregunté a mí mismo en voz alta.
Miraba
la pantalla del ordenador aterrado y con impotencia. Ahora no podía
pensar con tranquilidad, y decidí tomar unos tranquilizantes para
intentar calmarme después de aquel duro trago. Mi hijo por suerte
para mí, no se percató de nada, y después de tranquilizarme un
poco y fingir que la prueba había sido satisfactoria le saqué de la
máquina. Le dije que se hallaba bien, pero no sé por qué, me dio
la impresión de que no me creyó. Me miró de una forma extraña,
como si él supiera lo que le ocurría. Salió de la sala y yo, me
quedé allí mirando el monitor con la imagen de la exploración de
su cerebro que me producía escalofríos. Ahora, lo fundamental era
no dejar a solas a mi hijo, y vigilarle en todo momento. En la
clínica, no había problema, en todas las estancias se hallaban
cámaras colocadas. A través de mi smartphone podía visualizar todo
el recinto. Nada más salir mi hijo lo conecté y empecé a vigilar
sus pasos. Para mi tranquilidad, no noté nada extraño en su
comportamiento durante todo el tiempo que le estuve observando.
Mandé la prueba a varios colegas para que emitieran sus conclusiones y compararlas con las mías. Mi esposa me preguntó por la prueba, y yo le dije mintiéndole que había sido positiva, y que nuestro hijo se hallaba perfectamente. El resto del día lo pasamos juntos, fuimos a la playa, después almorzamos en un lujoso restaurante en primera línea de playa, y por último, fuimos a un parque de atracciones. Mientras esperábamos en la cola para subir a una atracción mi hijo desapareció, pensamos que se había despistado con tanta gente. Decidimos que yo iría en su busca, mientras mi esposa esperaba en la cola por si volvía.
Mandé la prueba a varios colegas para que emitieran sus conclusiones y compararlas con las mías. Mi esposa me preguntó por la prueba, y yo le dije mintiéndole que había sido positiva, y que nuestro hijo se hallaba perfectamente. El resto del día lo pasamos juntos, fuimos a la playa, después almorzamos en un lujoso restaurante en primera línea de playa, y por último, fuimos a un parque de atracciones. Mientras esperábamos en la cola para subir a una atracción mi hijo desapareció, pensamos que se había despistado con tanta gente. Decidimos que yo iría en su busca, mientras mi esposa esperaba en la cola por si volvía.
Después
de un gran rato buscándole entre la multitud volví junto a mi
esposa sin lograr hallarlo.
Para
mi sorpresa y alivio ya se encontraba junto a ella. Nos dijo que se
había despistado observando una atracción y nos perdió el rastro.
Subimos los tres a la gran noria y disfrutamos de las vistas que
ofrecía. Vimos desde allí arriba un gran tumulto alrededor de una
de las atracciones. Acudió la policía y una ambulancia hasta el
lugar. La sangre se me heló al pensar que mi hijo tuviese algo que
ver con lo que allí sucedía. Lo miré y me respondió con una
extraña e inquietante sonrisa. Al bajar de la noria, nos dirigimos
hacia el tumulto, y vimos como el personal sanitario tapaba el
cuerpo de una joven que se hallaba toda cubierta de sangre.
Mi
esposa estuvo a punto de vomitar de la impresión, al mirar a mi
hijo, me sorprendió ver como observaba la escena con total frialdad.
Mi primer impulso fue zarandearlo e interrogarle acerca del suceso,
pero ello, podía volverse en mi contra, y saqué fuerzas para
reprimir aquel impulso. Nos fuimos hacia la clínica, mi esposa se
hallaba consternada por la muerte de la joven. Yo, miraba a través
del retrovisor para observar a mi hijo, y el sonreía mirándome
fijamente. Mis nervios se hallaban a flor de piel, pero traté de
calmarme y comencé a hablar con mi esposa. Acordamos instalarnos en
la clínica hasta que encontrásemos un lugar confortable para
alojarnos.
—Mañana
mismo iremos a buscar algo cerca de la clínica —dije a mi esposa.
Ella,
lo vio bien, y mi hijo se mostró contento de ello, diciendo que nos
acompañaría en nuestra búsqueda.
Cenamos
los tres juntos, el personal de servicio preparó la cena y nos la
sirvió en la suite de la clínica. Durante la misma, mi hijo no dijo
palabra alguna, sólo me miraba con una siniestra mirada. Mi esposa
le preguntó si le ocurría algo, pero, él, dijo que se hallaba
bien, sólo que un poco cansado. Yo pensé que ocultaba algo, y el
solo hecho de imaginar que tenía algo que ver con las tres muchachas
asesinadas me producía un cargo de conciencia infinito. Incluso,
llegué a pensar en mi desesperación que había devuelto a la vida a
un monstruo. Tenía que realizarle más pruebas a mi hijo, debía
averiguar qué sucedía en su cerebro.
Se
levantó de la mesa sin terminar la cena y pidiendo permiso se retiró
a uno de los dormitorios individuales anexos a la suite. Mi esposa me
notó mi preocupación, pero le dije que no me hallaba preocupado por
nada, sólo un poco cansado. Pareció creerme, y hablamos de los
proyectos de la clínica. Salimos al jardín y allí tomamos unas
copas brindando por la próxima apertura. Decidimos irnos a dormir, y
antes acudí a la habitación de mi hijo para ver cómo se hallaba.
Para mi tranquilidad ya se encontraba dormido, cerré la puerta y me
dirigí a la suite. Me metí en la cama y abrazado a mi esposa pronto
me quedé dormido. Un ruido me desveló, miré el reloj y eran las
cinco de la madrugada. Me levanté sin hacer ruido para no despertar
a mi esposa, y con sigilo me dirigí a la habitación de mi hijo.
Hallé la puerta entreabierta y entré en la habitación a oscuras.
Las cortinas se hallaban recogidas y la luz de la luna llena
penetraba en la habitación iluminando de forma vaga el interior. Me
acerqué a la cama y vi cómo se hallaba vacía. Salí de ella
nervioso y me dirigí a las habitaciones del personal de servicio.
Cogí mi móvil y lo usé como linterna. Me detuve en la primera
habitación que ocupaba la cocinera, y pegué el oído a la puerta
para intentar oír algo. Nada, todo se hallaba en silencio, cuando
iba a dirigirme a la habitación que ocupaban las limpiadoras madre e
hija, noté algo resbaladizo bajo los pies. Alumbré con el móvil y
una gran mancha de sangre salía por debajo de la puerta, me asusté
y estuve a punto de resbalar, pero me agarré al pomo y pude
sostenerme. La puerta se abrió y encendí la luz, comprobando
aterrorizado como la cocinera se hallaba en el suelo con un bisturí
hincado en el cuello, el suelo era un gran charco de sangre.
Me
mareé al ver la escena y tuve que apoyarme en la cómoda para no
caerme. El pánico se apoderó de mí, y pasaron unos minutos hasta
que reaccioné, y pude ir corriendo hasta la habitación de las
limpiadoras. La puerta también se hallaba entreabierta, y antes de
pasar respiré hondo y armándome de valor entré en ella. Esta vez,
la escena era más horrible aún. La madre se hallaba abrazada a su
hija en un macabro abrazo. Se encontraban en la cama toda cubierta de
sangre y tumbadas de lado una frente a la otra. Me acerqué como pude
y vi como sus manos se sostenían al cuerpo al haber sido atravesadas
por cuatro bisturíes, uno en cada mano de ellas. No pude evitarlo y
grité de horror. Fui en una alocada carrera en busca del vigilante,
pero su sala se hallaba vacía. Anduve por el jardín y aledaños
para poder dar con él, pero la búsqueda fue en vano. Corrí hacia
la suite en busca de mi esposa. La puerta se hallaba abierta y entré
sin dilación alguna. Comprobé horrorizado como ella había sido
también asesinada de forma macabra. Yacía en la cama en posición
de crucifixión, y en lugar de clavos, tres bisturíes imitaba de
forma espeluznante la muerte de Jesucristo en la cruz. Me acerqué a
ella con el corazón roto y quité tirando con rabia los bisturíes.
Me abracé llorando a ella diciendo que todo había sido por mi
culpa, traté de reanimarla pero fue en vano. Escuché un portazo y
gritos en la entrada, era la policía, cosa que me causó alivio.
Fui
al encuentro de los agentes pero me dijeron que levantase las manos y
no me moviese del lugar. Al levantarlas vi que las tenía llenas de
sangre, y los policías cayeron sobre mí para esposarme sin hacer
preguntas. Quise encubrir a mi hijo, pero ya no era él, era un
asesino sin escrúpulos, y con todo mi dolor dije a los agentes que
había sido mi hijo.
Ellos me dijeron que me mantuviese callado, y comenzaron a inspeccionar la clínica. Fui juzgado y condenado por la muerte de mi esposa y de las otras tres mujeres a ochenta años de cárcel. Después de varios intentos por parte de mi abogado me ingresaron en un hospital psiquiátrico de alta seguridad. Es curioso, a veces pienso que mi hijo no fue el asesino y que nunca le devolví a la vida, y que sin embargo, fui yo mismo el asesino. Quizá me estaba volviendo loco, o ya lo estaba antes de entrar en este patético lugar. No lo sé a ciencia cierta, pero fue todo muy real, aunque ya ni siquiera sé lo que es real y lo que no. La policía en su informe decía que mi hijo había fallecido días antes del suceso, y así fue, pero yo presenté mis experimentos en mi defensa pero nadie me creyó. Mi colega el forense que me ayudó a sacar el cuerpo del depósito no mintió, y dijo que saqué el cuerpo sin vida del tanatorio. La enfermera que vio a mi hijo con vida ya no trabajaba en el hospital, había desaparecido en extrañas circunstancias, al igual que el vigilante de la clínica. Así, que nada pude probar en mi favor, aunque algo me dice en mi interior que mi hijo fue el responsable de todo, y sigue ahí fuera haciendo de las suyas, eso sí, no le culpo a él, yo soy el único culpable por haber creado un engendro del mal. Los días aquí pasan muy lentos, y me refugio en la lectura y escribiendo algunos relatos que se me ocurren. No tengo amigos aquí dentro, pero tampoco me importa, creo que toda la escoria de la sociedad está aquí recluida, y sin embargo parece que yo soy el bicho raro.
Ellos me dijeron que me mantuviese callado, y comenzaron a inspeccionar la clínica. Fui juzgado y condenado por la muerte de mi esposa y de las otras tres mujeres a ochenta años de cárcel. Después de varios intentos por parte de mi abogado me ingresaron en un hospital psiquiátrico de alta seguridad. Es curioso, a veces pienso que mi hijo no fue el asesino y que nunca le devolví a la vida, y que sin embargo, fui yo mismo el asesino. Quizá me estaba volviendo loco, o ya lo estaba antes de entrar en este patético lugar. No lo sé a ciencia cierta, pero fue todo muy real, aunque ya ni siquiera sé lo que es real y lo que no. La policía en su informe decía que mi hijo había fallecido días antes del suceso, y así fue, pero yo presenté mis experimentos en mi defensa pero nadie me creyó. Mi colega el forense que me ayudó a sacar el cuerpo del depósito no mintió, y dijo que saqué el cuerpo sin vida del tanatorio. La enfermera que vio a mi hijo con vida ya no trabajaba en el hospital, había desaparecido en extrañas circunstancias, al igual que el vigilante de la clínica. Así, que nada pude probar en mi favor, aunque algo me dice en mi interior que mi hijo fue el responsable de todo, y sigue ahí fuera haciendo de las suyas, eso sí, no le culpo a él, yo soy el único culpable por haber creado un engendro del mal. Los días aquí pasan muy lentos, y me refugio en la lectura y escribiendo algunos relatos que se me ocurren. No tengo amigos aquí dentro, pero tampoco me importa, creo que toda la escoria de la sociedad está aquí recluida, y sin embargo parece que yo soy el bicho raro.
Duermo
a solas en una habitación vigilada por cámaras las veinticuatro
horas, pero lo prefiero así a tener que aguantar a cualquier
psicópata descontrolado.
Aunque
mi amiga la soledad va a durar poco, dentro de unos días me pondrán
a un nuevo compañero de habitación, espero que no sea un pirado
peligroso, aunque a estas alturas me da ya igual todo. Ahora me hallo
releyendo “La reina del sur” de Reverte, y me gusta aún
más que cuando la leí por primera vez, hace ya bastantes años.
Llegó
el día de la entrada del nuevo paciente, cada vez que se producía
la llegada de un nuevo “inquilino” cómo nosotros lo llamábamos,
todos los pacientes sin excepción se reunían en el patio para ver
llegar al nuevo. Algunos le recibían con aplausos, otros con gritos
e insultos, e incluso otros arrojándole alimentos, todo dependía
del grado de cordura de cada uno. Yo nunca participaba de ese absurdo
circo, me quedaba en mi habitación y al día siguiente le veía en
el patio cuando tocaba pasear. Ahora, no tenía que esperar siquiera,
pues seguro le traerían lo más pronto posible a la habitación. A
través de la ventana vi al nuevo, salió del furgón con una capucha
puesta de la sudadera que vestía, cosa que no me llamó la atención,
muchos habían llegado de igual modo anteriormente. Pero aquel tipo
parecía diferente a los demás, andaba erguido y no parecía
alterarle su nuevo hogar, ni siquiera parecía molestarle la
presencia de los demás pacientes. No me gustó su aspecto, pero que
otra cosa podía hacer. Al cabo de un rato abrieron la puerta de la
habitación y le introdujeron en ella. Yo me hallaba leyendo de
espaldas a él, y me volví para recibirle.
Seguía
con la capucha puesta, y extendí mi mano en señal de bienvenida y
sin darme cuenta me encontré de repente con varios cortes profundos
en la mano. Retrocedí instintivamente y el individuo se quitó la
capucha, aunque yo ya sabía de quien se trataba.
—Hola
papá —dijo con frialdad.
—Sabía
que estabas vivo, y que todo había sido cierto —contesté
sonriendo.
—Sí,
todo ha sido cierto, pero te equivocas en una cosa, y quiero que lo
tengas claro —dijo mi hijo.
—El
asesino eres tú, yo, no maté a nadie, fuiste tú y sólo tú, y
ahora he venido a vengar la muerte de mi querida madre, y a
asegurarme de que no saldrás de aquí con vida —respondió mi hijo
Al
escuchar aquellas palabras me bloqueé, no por miedo a mi hijo, sino
porque se me vino a la mente como ráfagas cada uno de los asesinatos
que llevé a cabo, incluido el de mi esposa. Grité horrorizado al
comprobar que era yo el engendro del mal en vez de mi hijo, y
enfurecido me lancé sobre él, noté como un bisturí penetraba en
mi pecho, miré a mi hijo a los ojos y le di las gracias por
liberarme del monstruo que llevaba dentro.
FIN
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